el renacimiento de una sonrisa

Estaba cansado, con ganas de derrumbarse tras una noche de reiterada huida y captura por los barrios de París, bajo una identidad que es tanto suya como ajena. Los números se sucedían I, III, IV… Los barrios parisinos encadenaban monumentos con calles insignificantes sin concebido ton o son para el extranjero.

Durante los últimos dos meses, en parte gracias a los medios y a su labor efervescente, en parte gracias al frenesí de la década, París se ha sumido en caos. Los cambios suceden, los hechos se tergiversan y los sospechosos se pagan. A Jérome Joubert le temblaba el cuerpo del cansancio; el marzo en la ciudad más emblemática era duro y calaba los huesos. El subcomisario de policía colgó la gabardina y el sombrero empapados que pronto formaba un charco en la entrada de la pequeña casa. Contempló su escenario perfecto, su pequeño oasis, su hogar; aquel lugar donde poco a poco podía entregarse a su verdadera identidad, a sí mismo. Desde el comienzo del caso, su casa era el único lugar que mantenía la armonía.

La prensa mundial había llamado al caso “el Münich francés”, en una cruel comparación con el robo nazi de obras durante años. Cuadro tras escultura habían desaparecido, las pérdidas monetarias ascendían sin intenciones de detenerse. Prácticamente tras el primer robo le pusieron al mando. Jérome Joubert, subcomisario, al frente de una operación que para sus superiores era la sentencia de su carrera. Los diarios de todo el mundo se cebarían y organizarían un banquete con las sobras. Como miembro de la Prefectura de París debía proteger la garantía de las libertades y defensas de la República, al menos en teoría; la práctica envolvía las armas y el fuego literal y figurado. Joubert nunca había apoyado esa idea, según él esto deformaba al pueblo. Se podía corroborar en los precarios resultados.

Joubert llegó a la policía movido por esa fijación. Ésta se había convertido en algo más que un deseo, era un móvil. Sin embargo, no se había criado en el Distrito I, él era del II. La familia Joubert era originaria de Les Halles, más precisamente del Mercado Central. Éste último parecía que formaba parte de su ADN, pues generación tras generación los Joubert habían vendido flores de todos los tipos y colores, al menos hasta los años 70. Suspiraba al pensar en aquel Louvre de la gente que le había sido a él y a los cientos participantes del mercado burbujeante un hogar. Siglos impregnados de los más inolvidables perfumes fueron reemplazados durante la séptima década del siglo XX.

Entró y salió de la ducha con ese constante murmullo en su cabeza, rastros de todas sus pasiones embotelladas. Contempló el reflejo de sus ojos grises, siempre le habían dicho que lo hacían interesante, quizás, pensó, porque escondían algo. Aunque Jérome no podía obviar el interés que mujeres y algún hombre había expresado por él, no le importaba si resultaba atractivo, de la misma manera que no negaba las puertas que le había abierto.

Con frecuencia se preguntaba si habría alguien así, como él. Aunque claro, ¿cómo lo reconocería? Si eran tan semejantes, ¿sería capaz de verlo? ¿Acaso es posible ver a quién se esconde, a quién se refugia en las sombras del día?

Por fin, se derrumbó en su cama. Estaba fría. A Joubert no le gustaba dormir, algo que debía ser genético o hereditario porque su padre sufría de lo mismo. Si no tuviese que recuperar fuerzas se mantendría despierto; al igual que sus ancestros, cuando dormía caía en una serie de terrores nocturnos, terrores que le hacían levantarse cada pocas horas sudando aterrorizado y sin ningún rastro de lo que lo agitaba tanto, solo una imagen. Veía obras atrapadas, en medio de una marea de ignorantes que se manosea y escondía a la que parecía la última manifestación del arte viviente. Y justamente era así como se levantaba, gritando por la libertad del arte.

Al día siguiente, el 14 de marzo del 81, ya alcanzaba al subinspector Blanc en las puertas de la comisaría del Distrito I de París. La eterna protectora del Palais Royal era una posmodernista e inútil instalación a base de ventanales sobre ventanales. Nunca llegó a entender el porqué, ¿para qué se construyó así? Que un edificio tan impresionante albergara un interior tan ordinario, parecía casi un crimen; aquella comisaría debería pertenecer a alguna película clásica protagonizada por Audrey Hepburn u otra actriz en boga. Su jornada laboral era una tortura, pero el trayecto que debía recorrer hasta llegar a la comisaría le tenía totalmente asqueado. No por el trayecto en sí, si no porque no comprendía cómo de ineptos podían llegar a ser los que compartían el mismo camino y en lugar de admirar bellos rincones repletos de recuerdos, se extasiaban frente a cualquier cafetería de moda abierta.

Cruzó la comisaría a paso ligero, saludando y asintiendo con un leve gesto de cabeza a lo que el subinspector Blanc parloteaba. Llegó a su puesto, se despidió de su compañero, solo para sumergirse en otro Everest de informes.

13 obras. El 13 era un número maldito y venerado por diferentes culturas; para Joubert el 13 se inclinaba más hacia lo primero. Entre enero, febrero y las primeras semanas de marzo, 13 habían sido las obras robadas del Louvre y, como era lógico, su deber era encontrarlas. En numerosas ocasiones fantaseaba preguntándose si alguna vez el cuerpo policial parisino uniría las partes de ese rompecabezas que consistuía el caso y atraparían al culpable. Por culpa de este caso, de este Münich parisino, Jérome había sentido un odio sin precedentes hacia la sociedad; le ardía la sangre cuando se afirmaba una y otra vez el hecho de que habían tenido que desaparecer las piezas más trascendentales del arte para que el pueblo dormido se removiera. Las visitas a los museos se habían triplicado, mas los visitantes no venían a contemplar aquellas obras que todavía no habían sido arrebatadas, buscaban el morbo que les provocaba las desnudas paredes. Su terror nocturno solo seguía empeorando, la marea de ignorantes continuaba manoseandose sin prestar atención al arte encadenado. No veía el momento de volver a casa.

El encierro que sufría detrás del escritorio se acabó tras largas horas ahogándose. Emprendió el regreso. Sin querer sus pasos le llevaron al Mercado Central, a donde debería estar. Les Halles había clausurado el Mercado y, medio moribundo, lo abandonó a su muerte. Para Jérome Joubert eso es a lo que olía, a muerte. Cesada la acción y el fulgor, ¿qué le quedaba a un pedazo de hierro y cemento? La humanidad crea el arte, éste no puede existir sin ella; la misión final de Joubert y de, según él, todos, era mantenerlo vivo. Se tenía que originar, cambiar y mover al arte; se debía admirar y ser admirado, no olvidar e ignorar. El Mercado Central había muerto aunque nadie bajó la bandera. Lo había hecho porque las madres que vivían y criaban allí se quedaron viudas, porque ahora las lombrices llenas de hojas devoran el viejo ataúd de hormigón. Tan solo el mirar le rompía el corazón; por ende, se obligaba a hacerlo. Era su deber pues en momentos de debilidad necesitaba que le recordasen el dolor; el ser humano es impresionable, y Joubert no lo era menos, nada motiva a alguien como la muerte.

Irónicamente, en ese mismo punto la noche anterior empezó la huida del sospechoso de los crímenes, un hombre en realidad inocente, ya que su único error fue dejarse sobornar por el subcomisario jefe de la Prefectura de París.

Jerome llegó a su casa, exhausto por las emociones que sentía pero rápidamente se adentró en el sótano. Allí estaba, solitaria, mística. Sobre un caballete, le esperaba Mona Lisa, la última de las 13 obras robadas.

Sacarla del museo resultó casi gracioso. Aplicó el mismo método que una vez usó un desconocido carpintero italiano, pues si ya había funcionado era, y lo fue, probable que se volviera a cometer. La Gioconda viajó de un soporte al otro sin mutar ni su sonrisa ni su misticismo. Bajo el caballete se encontraban hechas jirones o pedazos las otras 12. Un pitido le avisó de un mensaje de su jefe, habría una reunión mañana sobre el caso; al parecer la policía todavía no unía los puntos.

Se acercó sin vacilar al cuadro, para acto seguido ponerse a llorar frente a él. Fue un acto sincero y solemne en pos de cadáveres como aquel o el Mercado Central, pues la Gioconda se había apagado hace mucho. La atemporal dama sonriente falleció entre flash y flash, entre compra y compra, y entre las distintas paredes que visitaba. Solo quedaban dedos apuntándola, ni una lágrima o sobrecogimiento para una de las maravillas de la historia de la humanidad, la historia del arte. Se dispuso a su tarea, este iba a ser el último cuadro que Jérome Joubert robaría.

Si hay que despertar a la sociedad, se dijo a sí mismo: hazlo con una sonrisa.
—fallviour

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